¡Cuánto recreo aquí para los ojos!
Ibn Zamrak
(1333-1392),poeta andalusí.
El Islam es un océano
inabarcable que esconde extraordinarias y valiosísimas
joyas, que debemos aprender a descubrir y disfrutar de
ellas. Los movimientos teológicos, filosóficos, literarios,
científicos y artísticos que ha legado a la historia son
singulares, pero no menos singular es su vitalidad actual y
su proyección al futuro.
Nosotros creemos que el
tercer milenio será profundamente creyente y los hombres y
mujeres de este mundo buscarán cada día más la verdad, la
justicia, el amor y la felicidad que sólo Dios Todopoderoso
puede otorgar a los humildes y sinceros de corazón. Como
dijo el pensador francés André Malraux (1901-1976): «El
siglo XXI será espiritual o no será nada».
El Islam, desde un
principio, fue el gran reaseguro del monoteísmo, tan caro a
judíos y cristianos, y un decidido patrocinador de las
ciencias y las artes, sin discriminación de raza, color o
credo. Muchos intelectuales occidentales, desde el
franciscano inglés Roger Bacon (1214-1294) al jesuita
español Miguel Asín Palacios (1871-1944), pasando por el
poeta alemán Johann Wolfgang Goethe (1749-1832) y
finalizando con dos sabios como el filósofo francés Henry
Corbin (1903-1978) y el historiador inglés Arnold
Toynbee (1889-1975), han caído en la cuenta de ello, y sólo
una miope y grosera visión de la realidad hace que aún haya
algunos que consideran lo musulmán como algo retrógrado,
incivilizado.
Pero, además, hablar hoy de
civilización islámica en España y América, supone
reencontrar una parte de nuestra tradición cultural, es
decir, descubrirnos un poco a nosotros mismos. Supone
admirar el tardío y maravilloso legado, de la técnica y el
arte musulmán de construir, que es el Arte Mudéjar, presente
desde las Antillas a los Andes.
Coincidimos totalmente con
el islamólogo francés Claude Cahen en un punto insoslayable:
«...el historiador debe prevenir al lector sobre el hecho
de que, hoy por hoy, no puede darse una visión tan exacta de
la historia musulmana como de la historia europea. De un
lado, y salvo escasas excepciones, no disponemos para el
Próximo Oriente de nada equivalente a los documentos de
archivo sobre los que se basa la historia de la Edad Media
europea sin que pueda suplir esta falta la abundancia de
literatura. De otro lado, que se trate de "orientalistas"
europeos, por fuerza lingüistas antes que historiadores, y
en cuyas preocupaciones inciden más a menudo las condiciones
políticas o la curiosidad intelectual "occidental" que la
atención a lo requerido por un estudio completo del Oriente;
o que se trate de sabios "orientales" que tan sólo hoy
empiezan a ser conscientes de las exigencias de una
investigación histórica concebida con espíritu moderno. El
hecho es que, por ambos tipos de causas, los trabajos
históricos sobre Oriente llevan un siglo de retraso respecto
a los que se refieren a Occidente. Es preciso tratar de
llenar el intervalo que separa los dos postigos de una
historia donde no debería caber la distinción entre
"orientalistas" y, si se me permite la expresión,
"occidentalistas". Pero mientras esto no ocurra, debemos
simplemente advertir al lector que la imagen del Islam que
vamos a proporcionarle continúa siendo incompleta y, sobre
todo, provisional...Toda civilización, sin duda, es mortal,
pero también todas ellas son una prueba para los pueblos que
las crearon, de su aptitud para crearlas y, sin duda,
también para recrearlas. Y sea lo que sea, el Occidente no
puede olvidar que ha aprendido a pensar con Avicena y
Averroes, y que incluso la catedral de Puy, en plena
Francia, no sería lo que ahora es sin la mezquita de
Córdoba» (C. Cahen: El Islam I. Desde los orígenes
hasta el comienzo del Imperio otomano, Siglo XXI,
Madrid, 1995, págs. 2 y 323).
Por todo esto, y mucho más,
invitamos a los amables lectores de aquí y de allá a
apreciar en su auténtica dimensión, el legado que el Islam
dejó como patrimonio de la humanidad y aprender a valorar
una cultura que fue la de muchos de nuestros antepasados y
que, en alguna medida, sigue siendo la nuestra.
Este serie de documentos son
para lectores con escasos conocimientos sobre el Islam y su
civilización. Para aquellos que quieran leer más y mejor,
los títulos sobran y algunos de ellos pueden encontrarse en
la bibliografía que recomendamos. Esperamos que esto sirva
al menos para que se lean otros.
R. H. Shamsuddín Elía
Profesor del Instituto Argentino
de Cultura Islámica
LA EXPANSIÓN DE LA
CULTURA DEL ISLAM:DE LOS PIRINEOS A INDONESIA
«El Islam es, dicho sin
alifafes y sin ambages, con rotundidad, una de las grandes
civilizaciones de la humanidad... Insistir en este punto no
es sino recordar una realidad histórica incontrovertible,
inmediata y plenamente demostrable»
(El reto del Islam, pág. 123)
Pedro Martínez Montávez,
islamólogo español.
La civilización del Islam
afectó profundamente a los estados y pueblos con los que
tenía fronteras comunes. A algunos les atrajeron los cinco
pilares de la sabiduría religiosa del Islam, a otros su
ventana que miraba al mundo perdido del pensamiento
helénico, a otros más les atrajeron sus actitudes y
costumbres, tan ricas y complejas como una alfombra persa
para la oración. La influencia del Islam tomó muchas formas
porque representaba muchas cosas: una religión, una cultura,
un sistema político. Cada uno de sus vecinos absorbió lo que
necesitaba o lo atraía. Según las condiciones de su
geografía o su carácter nacional.
El Islam influyó en Europa a
través de tres zonas principales de colisión o contacto; una
fue España, otra Sicilia y la tercera el Oriente Próximo,
donde los Santos Lugares constituyeron por espacio de casi
200 años los objetivos de las Cruzadas. Hacia el este,
convirtió a millones de tribeños de habla turca que vagaban
entre el Cáucaso y la Gran Muralla de China, y a través de
ellos acabó por afectar el destino de tierras tan distantes
entre sí como la India y los Balcanes. En África, las
caravanas de musulmanes se adentraron lo bastante en el
continente negro para establecer una universidad musulmana
en la ciudad de Timbuktú en el siglo XV. Mientras tanto, los
musulmanes dedicados al comercio marítimo llevaron las
costumbres islámicas a través del Océano Índico hasta Java y
Malasia y aún las Filipinas.
El hombre moderno, guiado
por principios elevados, prefiere creer que la guerra nunca
beneficia a sus víctimas, pero en realidad no siempre sucede
así. La historia encierra muchos ejemplos de ejércitos
invasores que enriquecieron la cultura de aquellos a quienes
atacaron. Un ejemplo concreto es el de Alejadro el Grande,
que introdujo el arte helénico a los escultores budistas
cuando invadió el valle del Indo y, de este modo, puso los
cimientos para que se creara toda una nueva escuela de arte
indio. La escultura de Ghandara se considera hoy como una de
las realizaciones artísticas más grandes de la India
budista.
El ejemplo de al-Ándalus
De manera semejante, los
ejércitos del Islam convirtieron una rápida incursión
militar de auxilio a judíos y cristianos arrianos en España
en una conquista cultural que transformó la historia de ese
país. Al retirarse de España, luego de ocho siglos de
brillante civilización (711-1492), el Islam dejó tras de sí
un legado de asombrosos palacios y mezquitas, y ciertos
modos de pensar que habrían de convertirse en posesiones
definitivas del pueblo español.
Para quienes no se mezclaron
en las intrigas cortesanas ni en la contraofensiva católica,
la vida en al-Ándalus —nombre que dio el Islam a su posesión
peninsular— era sumamente agradable. En tanto Europa se
debatía allende los Pirineos en el embrutecimiento del
oscurantismo, los ciudadanos de Córdoba gozaban de
instalaciones públicas de cañerías y calles iluminadas. El
casi millón de habitantes de la ciudad rendía culto en 3000
mezquitas y celebraba todos los días de fiesta de los
cristianos, de los judíos y del Islam combinados. Córdoba,
al igual que Granada y Sevilla, se enorgullecía de sus
instituciones de cultura superior, donde se enseñaba
Filosofía, Derecho, Literatura, Matemáticas, Medicina,
Astronomía, Historia y Geografía, y el símbolo de un hombre
rico era una biblioteca bien surtida.
En esa civilización
iluminada, verdadera Ilustración en plena Edad Media, los
cristianos imitaron a los musulmanes en sus costumbres y
vestimentas, adoptando la literatura y la música del Islam.
Tan extensa y profunda fue esta asimilación cultural que un
obispo llamado Álvaro pronunció esta airada catilinaria:
«Mis correligionarios se complacen en
leer las poesías y las novelas de los árabes: estudian los
escritos de los filósofos y teólogos musulmanes, no para
refutarlos, sino para formarse una dicción arábiga correcta
y elegante. ¡Ay!, todos los jóvenes cristianos que se
distinguen por su talento, no conocen más que la lengua y
literatura de los árabes, reúnen con grandes desembolsos
inmensas bibliotecas, y publican dondequiera que aquella
literatura es admirable. Habladles por el contrario, de
libros cristianos, y os responderán con menosprecio que son
indignos de atención. ¡Qué dolor! Los cristianos han
olvidado hasta su lengua, y apenas entre mil de nosotros se
encontraría uno que sepa escribir como corresponde una carta
latina a un amigo; pero si se trata de escribir árabe,
encontrarás multitud de personas que se expresan en esta
lengua con la mayor elegancia, desde el punto de vista
artístico, a los de los mismos árabes».
Lejos de transigir con el
Islam, Álvaro y otros hombres de la iglesia como él
consideraban que llegar a cualquier transacción con los
musulmanes sería una victoria para el Anticristo. Alentaban
a sus partidarios a buscar el martirio blasfemando contra el
Profeta y acogiendo con deleite el castigo que seguía. A
menudo los jueces musulmanes de estos frenéticos pecadores
se mostraban renuentes a concederles sus deseos, renuencia
que no compartieron los jueces cristianos cuando, al cabo de
cinco siglos de dominación musulmana, se cambiaron los
papeles. A partir del siglo XI, los príncipes cristianos
españoles reclamaron gradualmente, en una provincia tras
otra, las tierras perdidas, proceso que llegó a su punto
culminante en 1248, con la reconquista de Sevilla. Los
resurgidos cristianos se volvieron sobre sus súbditos
musulmanes y los persiguieron sin misericordia. Los
obligaron a renegar de su fe, los arrojaron del país y
tomaron medidas radicales para desarraigar todo vestigio de
cultura hispanomusulmana. En 1499, el cardenal Jiménez de
Cisneros ordenó que se quemaran públicamente en Granada
80.000 libros islámicos, y denunció el árabe como «el
lenguaje de una raza herética y menospreciable».
Al atacar a quienes
consideraban sus archienemigos, la cristiandad no vaciló en
deformar la Historia. Un ejemplo clásico es la epopeya de la
Canción de Rolando. El verdadero Rolando, paladín de
Carlomagno, fue muerto por una banda de merodeadores vascos
al regresar Carlomagno a su país de una expedición que había
hecho al norte de España. Pero el Rolando de la leyenda fue
muerto por los musulmanes. Como héroe de la Chanson de
Roland de los trovadores llegó a ser una de las figuras
más grandes de las Cruzadas. Siglos más tarde, en el poema
épico de Ariosto, Orlando Furioso, Rolando seguía
proporcionado material de propaganda para la actitud
antimusulmana de la Iglesia durante el Renacimiento.
Y sin embargo, a pesar de la
actitud oficial de la Iglesia, los cristianos ordinarios de
España —los que habían aceptado la cultura musulmana al
mismo tiempo que conservaban su fe— quedaron afectados
permanentemente por su experiencia islámica. Cientos de
palabras árabes pasaron a incorporarse a su manera diaria de
expresarse, términos que iban desde nombres de lugares hasta
giros comunes. El río más largo de España, el Guadalquivir,
deriva su nombre del árabe uadi al-kabir, «valle
grande con agua», en tanto que el hasta de hasta mañana
proviene de la palabra árabe hatta. En docenas de
ciudades españolas la mezquita musulmana se convirtió, con
algunas modificaciones arquitectónicas, en la iglesia o
catedral cristiana.
De la misma manera, el
misticismo musulmán pasó directa o indirectamente a la fibra
misma de la tradición cristiana española. Tal vez santa
Teresa de Ávila y san Juan de la Cruz no hubieran escrito
nunca como lo hicieron de no haber conocido algunas
doctrinas musulmanas, cual el concepto de Dios como el Amado
y el Amigo, y la creencia de que sólo se podía conocer a
Dios mediante la renunciación al mundo.
Incluso el concepto español
del hombre ideal debe algo al Islam. El hidalgo o caballero
español, uno de los grandes modelos de perfección humana del
mundo, posee muchas de las cualidades del sabio errabundo
musulmán, el sufí. Ambos consideran la nobleza como cuestión
del espíritu más bien que de cuna y creen que el hombre
cubierto con ropas humildes puede, a pesar de todo, tener el
porte de un príncipe. Uno de los retratos supremos del
hidalgo lleva la similitud aún más lejos. Don Quijote, el
trágico y risible caballero de Cervantes, anhela ser noble
con tal intensidad que lo ciega la realidad. Su vida, al
igual que los sufíes, es completamente interior; el mundo
real no existe.
El hidalgo, como ideal,
nunca se aventuró mucho a salir de España, pero en otros
sentidos el contacto de este país con el Islam afectó
profundamente a Europa. Los eruditos de las universidades
situadas al norte de los Pirineos, como las de París,
Montpellier, Oxford y Cambridge, luchaban por obtener
manuscritos árabes de España y concedían tanto valor a los
originales como a los que habían sido traducidos del griego
antiguo.
Uno de los pensadores más
respetados de toda la Europa medieval fue un andalusí
llamado Ibn Rushd, más conocido con el nombre de Averroes.
Por medio de una serie de agudos comentarios sobre la
filosofía de Aristóteles, Averroes volvió a presentar a
Europa la verdadera naturaleza de las ideas aristotélicas.
En realidad, puso los cimientos para uno de los grandes
triunfos intelectuales de la Edad Media: la Summa
Theologica de santo Tomás de Aquino.
La España musulmana también
inspiró a los poetas de allende los Pirineos. En Provenza y
el Languedoc, los trovadores cantaban las loas a sus damas
en una copla rimada que habían inventado los poetas
musulmanes en España, y hablaban del amor en los términos
platónicos a los que eran tan adictos los aristócratas
cultos de al-Ándalus.
Es posible, en efecto, que
la caballerosidad se originara en la Córdoba musulmana,
donde las voces de los poetas cortesanos se elevaban
constantemente en ditirambo de los deleites del amor
espiritual. Uno de los tratados más completos sobre este
tema fue compuesto, lo cual resulta bastante extraño, por un
riguroso teólogo, de nombre Ibn Hazm, y su libro El
collar de la paloma, fue un producto de su juventud. En
él explora todos los matices del deseo y llega a la
conclusión de que mediante la paciencia, la moderación y la
castidad se llega al más noble de los amores. Tal amor,
decía Ibn Hazm, era una unión de almas, «una
bienaventuranza sublime... un rango elevado... un gozo
permanente y una gran merced de Dios», sentimientos que
encontrarían eco más tarde en muchos romances medievales.
Es muy posible que incluso
en el poeta más grande de la época ejerciera influencia un
hispanomusulmán. Si bien Dante Alighieri, cristiano
ferviente como era, puso al Profeta Muhammad en el infierno
junto con los cismáticos religiosos, la trama de su
Divina Comedia, una visita al mundo del más allá, tiene
muchas afinidades con el viaje nocturno del profeta a través
de los siete cielos hasta llegar al trono de Dios. Asimismo,
y de manera má sconcreta, las descripciones que hace Dante
de la ascensión del hombre por regiones infernales hacia la
ventura celstial deben mucho a los escritos alegóricos del
místico murciano Ibn ’Arabi, cuyo relato del tránsito
espiritual del hombre de la ignorancia al conocimiento, los
deleites del cielo y las torturas del infierno, tienen
muchos de los atributos del cielo y el infierno de Dante, y
hay incluso una etapa intermedia comparable al purgatorio.
La Sicilia islamizada
El segundo puente tendido
entre el Islam y Europa era Sicilia, la que, a diferencia de
España, ofreció un paso más fácil a las ideas islámicas. Es
posible que debido a que estuvo gobernada por los musulmanes
durante un período mucho más breve y se reconquistó con
facilidad, no trató jamás de borrar las huellas de la
ocupación musulmana. Antes al contrario, sus reyes normandos
llegaron a ser ardientes arabófilos.
Una dinastía de árabes
tunecinos, los aglabíes, se apoderó de la isla para el Islam
en 827. Volvió a la posesión de los cristianos dos siglos y
medio más tarde, cuando el joven Roger de Hauteville, de
Normandía, la ocupó y se convirtió en su primer gobernnate
normando. Durante el régimen islámico, su sistema
administrativo obedecía al concepto árabe y Palermo, su
capital, era un centro de arte y saber árabes. Se introdujo
el cultivo de la caña de azúcar, el lino y los olivos, y el
palacio real de Palermo contenía un establecimiento de
tejidos de seda.
A Roger, tosco caballero de
los francos, le fascinó e impresionó muchísimo su nueva
posesión. Permitió que sus súbditos musulmanes practicaran
la religión que les era propia, reclutó soldados musulmanes
para su ejército y acogió con agrado en su corte a los
sabios musulmanes. Roger II, su hijo, llevó más lejos aún su
simpatía por los sistemas musulmanes. Aunque teóricamente
era cristiano, a Roger II se le llamó el Pagano. El manto
para su coronación fue decorado con una orla de
inscripciones árabes y fechado de acuerdo con el calendario
lunar musulmán. El miembro más ilustre de su corte era un
andalusí, al-Idrisi, cartógrafo que realizó lo mejor de su
obra bajo el patrocinio del rey siciliano. Más de tres
siglos antes de que Colón diera fama a la idea, al-Idrisi ya
estaba sugiriendo que la Tierra era redonda y obsequió a su
real protector un mapa circular grabado en plata.
Cuando Federico II ascendió
al trono de Sicilia en 1197 para gobernar como rey (y
posteriormente como sacro emperador romano-germánico), la
corte real de Palermo era más oriental que occidental.
Federico se ataviaba con ropas musulmanas y sostenía las
mejores relaciones con el sultán que reinaba en El Cairo. El
séquito real incluía un halconero, importado de Siria, y el
propio Federico era autor de un tratado de cetrería que fue
la primera historia natural publicada en Europa. Eruditos
musulmanes honraban su mesa; musulmanes eran los
administradores que dirigían su gobierno, y el árabe era uno
de los cuatro idiomas oficiales del reino: las monedas y los
documento sicilianos aparecían en árabe, así como latín,
hebreo y griego.
En 1224, Federico fundó la
primera universidad que tuvo carta constitucional en Europa,
la Universidad de Nápoles, y le dio su colección de
manuscritos islámicos; uno de los hombres que estudió allí
fue santo Tomás de Aquino.
Los beneficios de las Cruzadas
A pesar de esta tolerancia y
convivencia sicilianas, no cesaron las agresiones militares
contra el Islam tanto en España como en África del Norte y
el Oriente Próximo. Paradójicamente, las Cruzadas no sólo no
alcanzaron su objetivo, sino que también acelearron la
afluencia de ideas orientales hacia Occidente. Las Cruzadas
fueron para Europa un acontecimiento que señaló una época.
Para el Islam fueron como una rutina, al igual que las
guerras fronterizas del imperio en las que empeñaba sus
fuerzas. Un erudito las ha descrito comparándolas con la
garrapata del lomo de un camello, que se aloja allí durante
algún tiempo y después se desprende... sin que apenas se dé
cuenta el camello.
Las Cruzadas no fueron
importantes por lo que intentaron, sino por los resultados
que obtuvieron sin haberlo proyectado. Obligaron a Europa a
salir del aislamiento del oscurantismo y abrieron nuevos
horizontes a sus hijos. Los guerreros cristianos aprendieron
nuevas técnicas militares, algunas ideadas por ellos mismos,
otras que copiaron de su enemigos musulmanes. La necesidad
hizo que se crearan rápidamente nuevas tácticas de sitio, y
los musulmanes, hábiles para adiestrar pájaros, enseñaron a
los cristianos el empleo de palomas mensajeras. De manera
semejante, los juegos marciales de los musulmanes y los
escudos de armas habrían de encontrar eco en los torneos y
las figuras heráldicas de la caballería.
Los contactos de los
cruzados con el mundo islámico trajeron a los mercaderes de
Europa una demanda enormemente ampliada de mercancías
orientales. Los soldados francos y normandos llevaron a sus
tierras el gusto por las semillas de ajonjolí, algarrobas,
arroz, limones y melones, albaricoques y chalotes, alimentos
que no tardaron en dar nueva vida a la dieta occidental. Las
muselinas de Mosul, los baldaquinos de Bagdad y los damascos
de Damasco hicieron a los europeos conocer toda una nueva
variedad de telas para vestir, incluso la palabra algodón
proviene del árabe (al-kutn).
La vida occidental adquirió
también nuevo colorido merced a las tapicerías y las
alfombras persas, los artículos de tocador, como espejos y
polvos faciales, y las tintas brillantes, como el lila y el
carmín.
Los cruzados, después de
probar el baño árabe, no quisieron renunciar a sus placeres,
que los cristianos habían visto durante mucho tiempo con
malos ojos por considerarlos paganos, y volvieron a
introducir la limpieza en una Europa que la veía con duda.
Incluso la Iglesia se
benefició de su contacto con el Islam. El invento que del
rosario hizo Santo Domingo se inspiró en la cadena de
cuentas que servía y sirve a los musulmanes para ir diciendo
los nombres de Dios.
El aporte de los turcos
Pero si Europa fue fascinada
por sus contactos con el Islam, lo mismo aconteció con los
vecinos de éste en el Oriente. En las inmensas y áridas
llanuras del Asia Central, la fe del profeta encontró
partidarios entusiastas entre una serie de tribus de idioma
turco que estaban destinadas a restaurar la tradición
militar del Islam. Al principio, estos turcos fueron
esclavos militares al servicio de los omeyas y abbasíes,
pero más tarde invadieron el Islam con sus propios
ejércitos. Dirigidos por caudillos como Ibn Tulún —el
esclavo turco que llegó a ser gobernador de Egipto— y bajo
dinastías como la de los selÿukíes o selÿúcidas, los
otomanos y los mogoles, los musulmanes turcos habrían de
influir en vastas zonas del planeta.
Los selÿukíes, que se
apoderaron del imperio abbasí, lo extendieron hasta
Bizancio, poniendo los cimientos del moderno Estado de
Turquía. Los otomanos, que siguieron a los selÿukíes,
llevaron el Islam al interior de Europa pasando por el
Bósforo. Más hacia el oriente, los mogoles introdujeron el
Islam hasta el interior de la India y dejaron tras de sí una
floreciente civilización musulmana que llegó a ser la base
de las repúblicas de Pakistán y Bangla Desh de nuestros
días.
Pero los turcos no sólo eran
grandes soldados, sino también grandes constructores, y
robustecieron la arquitectura del Islam al combinarla con la
de los pueblos que conquistaban. Ibn Tulún construyó el
primer hospital en Egipto y un palacio real cuyos muros
estaban recubiertos de oro. Pero su mayor fama se debe a la
Gran Mezquita de El Cairo que lleva su nombre, la cual fue
diseñada para él por un arquitecto cristiano.
De manera similar, los
selÿukíes, que fundaron las primeras madrasas, o
mezquitas-colegio, crearon una nueva planta en forma de
jardín cuatripartito para estas edificaciones, que los
artesanos persas construyeron para ellos. En cuanto a los
otomanos, cuando se apoderaron de Bizancio también se
hicieron de la famosa iglesia de Justiniano, Santa Sofía,
que más tarde usaron como modelo para sus mezquitas.
Sin embargo, fueron los
mogoles de la India quienes amalgamaron en forma más
efectiva el estilo de arquitectura musulmana con el de otra
cultura. Al igual que los primeros constructores de
mezquitas de El Cairo y Persia, que adaptaron las columnas
de los templos griegos y de las iglesias coptas cristianas a
los propósitos musulmanes, los constructores de mezquitas de
la India incorporaron en sus edificios musulmanes algunos
elementos de la arquitectura hindú. Más tarde, bajo los
mogoles, los musulmanes de la India crearon una especie
particular de construcción, llevándole a nuevas cumbres de
gracia y refinamiento. Es posible que los conquistadores
turcos de la India recordaran algún contacto con el culto
chino a los antepasados, en el cual se rendía homenaje a los
muertos con graciosas construcciones en jardines
encantadores. Sea cual fuese la razón, los mogoles llegaron
a ser grandes constructores de tumbas.
El mausoleo indomogol se
concibió de suerte que reflejara los placeres de este mundo
y sugiriera los del más allá. Se alzaba en jardines de
complejo diseño embellecidos con flores y cascadas y sus
dueños lo empleaban como lugar de diversión. Como señala el
historiador de la arquitectura de la India, James Ferguson,
los musulmanes indostanos «construían sus sepulcros de
una naturaleza tal que sirvieran de lugar de disfrute para
ellos y sus amigos durante su vida, y sólo cuando ya no
podían gozarlos se convertían en moradas solemnes de
descanso para sus despojos mortales». Esto solía ser
literalmente cierto. Bajo la cúpula central de la
construcción, donde sería finalmente enterrado, el dueño
celebraba decorosas meriendas. Uno de los edificios más
deliciosos del mundo, el Taÿ Mahal de Agra, fue construido
con esta doble finalidad. Erigido entre 1630 y 1648 por el
Shah Ÿahán para su esposa favorita que murió en su juventud,
el Taÿ Mahal fue levantado como tumba para Mumtaz Mahal y
como jardín placentero para el emperador, que la amaba.
Sultanas, marinos, comerciantes y maestros
Los selÿukíes, los otomanos
y los mogoles extendieron el Islam sobre todo mediante la
fuerza de la espada. Pero en el resto del mundo, y por
medios pacíficos, se obtuvieron victorias mucho más
significativas para el Islam. Como comerciantes y maestros,
los musulmanes eran aún más persuasivos que como soldados.
El Islam tuvo su origen en
un país donde el comercio era una profesión honrosa: el
propio Profeta Muhammad se había dedicado al comercio antes
de recibir la Revelación. Y el Islam honró desde sus inicios
a la pluma del sabio tanto como respetaba la espada del
soldado. En dos regiones del mundo, África e Indonesia, el
Islam arraigó en gran medida debido a los contactos
establecidos por comerciantes y maestros musulmanes.
En el Lejano Oriente se
logró un resultado parecido por medios semejantes. Ya a
principios del siglo XIII, los barcos mercantes musulmanes
procedentes de Persia, Arabia y la India atracaban en los
puertos de Java y las demás islas de Indonesia, llevando las
semillas de la cultura islámica. Marco Polo, a su regreso de
la corte de Kublai Jan, encontró un reino musulmán en
Sumatra en 1292, y en 1345 un viajero marroquí llamado Ibn
Battuta dio noticia de que el gobernante del reino malayo
era un hombre que sentía un profundo interés por la cultura
islámica.
Desde fines del siglo XIII
el archipiélago indonesio también conocido como Insulindia
fue islamizado, no por las armas de conquistadores
musulmanes persas o árabes sino por el atractivo de una fe
igualitaria, simple y adaptable a las condiciones de la
región, introducida por comerciantes musulmanes llegados
desde lugares tan lejanos como Egipto.
La islamización es
acompañada por una fragmentación política del archipiélago
(sultanatos independientes) que con el tiempo favorecerá la
penetración de los colonialistas europeos. Estos se lanzarán
como fieras hambrientas sobre las bellas y pacíficas islas
buscando las preciadas especias que los propios mercaderes
islámicos se han encargado de llevar a Europa.
En 1345, Ibn Battuta llegó a
Sumatra y quedó deslumbrado con el panorama: «Es una isla
lozana y verdeante, llena de cocoteros, arecas, claveros,
agácolos indios, sagúes, árboles del pan, mangos, yambos,
naranjos dulces y alcanfores»(Ibn Battuta: A través
del Islam, Alianza, Madrid, 1988, págs. 709-719).
En 1511, Albuquerque se
apodera de la estratégica Malaca (nombre tomado de un árbol
local). Y en una rápida sucesión, caen Borneo (1511), Timor
(1520) y las Molucas (1521). Durante el siglo XVII, se suman
los holandeses a la acción depredadora portuguesa y atacan
los grandes sultanatos de Mataram, Banten y Acheh.
El sultán de Acheh,
Iskandar Muda («Alejandro el grande»), —que vivió entre
1590 y 1536— fue un soberano ejemplar que hizo de Acheh (en
el extremo norte de la isla de Sumatra) un centro de
estudios islámicos. Iskandar Muda enfrentó decididamente la
amenaza lusitana en Malaca, Johore y Patani (Cfr. H. J. De
Graaf:
De Regering von Sultan Agung vorst van Mataram 1613-1645,
La Haya, 1958; D. Lombard: Le Sultanat d’Atjéh au temps
d’Iskandar Muda, 1607-1636, París, 1967).
En 1629 atacó con todas sus
fuerzas el enclave de Malaca. «El sultán de Acheh dirigía
una fuerza sitiadora de 20.000 hombres, apoyada por 236
embarcaciones y artillería. Levantaron en torno a Malaca
obras de sitio, tan bien hechas que, según un relato
portugués, «ni siquiera los romanos hubieran hecho tales
obras más sólidas o en menos tiempo». Pero esto no fue
suficiente para lograr la victoria, el sultán acabó
perdiendo 19.000 hombres y sus dos principales generales,
así como la mayor parte de sus barcos y cañones. Ese mismo
año, el soberano de Mataram emprendió un asedio igualmente
formidable contra el puerto fortificado holandés de Batavia
(hoy Ÿakarta, —capital de Indonesia— en la isla de Java),
al que muy correctamente el sultán consideraba la «espina en
el pie de Java» que era preciso «arrancar, para que todo el
cuerpo no peligrase». Las fuerzas del sultán, como las
tropas de Acheh, consiguieron abrir trincheras al modo
europeo pero no pudieron hacer mella en el enorme foso, el
muro o los bastiones de la nueva colonia holandesa»
(Geoffrey Parker: La revolución militar. Las innovaciones
militares y el apogeo de Occidente 1500-1800, Crítica,
Barcelona, 1990, págs. 168-169).
Un escritor, genealogista y
periodista argentino de origen armenio, Narciso Binayán
Carmona, nos ilustra sobre un aspecto casi desconocido de la
historia de la Malasia musulmana: «En el siglo XVII
durante cincuenta años, el sultanato de Acheh fue una
curiosidad política dentro del mundo musulmán, ya que el
trono fue ocupado sucesivamente por cuatro mujeres
(1641-1699). Dentro del mundo musulmán, pero no de la
región, ya que en la misma época al menos en otros cuatro
sultanatos, entre ellos el de Pattani (hoy localizado al
sur de Tailandia, sobre el mar del sur de China) —de muy
incierto destino aun hoy— y el de Kelantan (al norte de
la península malaca fronterizo con Tailandia) —que es uno
de los Estados federados de Malasia—, hubo mujeres en el
trono. La primera de estas sultanas de Acheh fue
Safiyyatuddín Taÿ al-Alam (1641-1655), muy bien recordada
como gobernante sabia y justa» (N. Binayán Carmona:
La isla grande de las especias, Diario «La Nación»,
Buenos Aires. Lunes 3 de noviembre de 1997, pág. 4).
Para el siglo XV, debido en
parte a los matrimonios entre marinos musulmanes y mujeres
indonesias, y en parte también al ardor proselitista de los
comerciantes musulmanes entre los príncipes y personas más
destacadas de las islas, todo el archipiélago malayo,
excepción hecha de Bali, se había convertido al Islam. Los
eruditos indonesios, al igual que los demás pueblos
absorbidos por el Islam —turcos, bereberes, persas y
sudaneses— viajaban a las grandes universidades musulmanas
como al-Azhar, en El Cairo, para estudiar el Corán y llevar
a su patria las enseñanzas islámicas.
Así, el Islam hizo buen uso
de la religión monoteísta para mantener unido un territorio
muy extenso y complejo, en forma muy semejante a como había
tratado de hacerlo Alejandro el Grande muchos siglos antes.
Mas en tanto que el método de este último había consistido
en hacer de sí mismo la única autoridad, el método del Islam
fue convertir a cada nmusulmán en un mensajero de lo que
denominó la Casa de la Paz.
Soldados, marinos,
comerciantes y eruditos imprimieron modos de ser a hindúes y
africanos, españoles y malayos. En un mundo cuyo destino
final era el de ir empequeñeciéndose y hacerse más unido, el
Islam, —setecientos años antes de que se acuñara el concepto
de «globalización» en Occidente— logró acomodar numerosos
pueblos distintos en un molde único, honrando sus valores y
principios en base a la convivencia y el respeto mutuo.
El Don Quijote que arremetió
contra los molinos de viento en España, el cruzado que
regresó a Europa con nuevos estilos de atavío, el turco que
combatió a tarvés de la Europa oriental hasta las murallas
de Viena, el paciente camellero que alojaba por la noche sus
camellos en alguna caravanera africana, el Simbad que
atracaba su nave en alguna playa de coral, todos y cada uno
de ellos fueron afectados por una sociedad y un modo de vida
que en su apogeo abarcaba casi todo el mundo conocido.
Cuando las tribus árabes,
gracias al Islam, se congregaron en un Estado único, no
tardaron en rebasar los límites de Arabia y, al cabo de unas
décadas, se habían expandido por todo el Cercano Oriente y
eran los herederos de la mitad del Imperio Romano y de la
totalidad del Imperio Persa. En un principio, el Islam fue
la enseña de los árabes en tanto dirigentes; pero los
pueblos islamizados, antes seguidores de Zoroastro y Buda,
abrazaron fervientemente el nuevo y dinámico credo aun a
despecho, en ocasiones, de las objeciones de los árabes.
Al-Andalus (España y Portugal), por ejemplo, fue desde 711 a
1492 una civilización islámica fundamentalmente de raza y
carácter bereber.
La desaparición de los
Omeyas de Damasco y de su espíritu tribalista y sectario
hacia 750, significó una renovada promesa y el mejor de los
incentivos para los no árabes que habían adoptado la nueva
fe. El Islam los unió a todos en un solo pueblo y otorgó a
sus vidas una finalidad y única dirección.
Los árabes aportaron a esta
unión el sentido elevado de la misión; los iranios su
cultura y sentido de la historia, los siríacos cristianos su
versatilidad lingüística; los de Harrán su herencia
helenística, y los hindúes su antiguo saber. Todos se
mezclaron libremente, uniéndose en un fervoroso deseo de
saber, experiencia que no volvería a repetirse luego de
producida la decadencia de la civilización islámica,
especialmente a partir de los finales del siglo XVII. Los
iranios fueron particularmente favorecidos. Habían hecho
mucho para establecer el Dar al-Islam; tenían una gran
experiencia que ofrecer en el campo de la administración y
de las finanzas de Estado; y consecuentemente ocuparon
muchos de los puestos claves de gobierno.
La uniformidad y cohesión de la Ley
A partir de la caída del
califato bagdadí en 1258, a la civilización islámica le fue
dada entonces su unidad social, ya no mediante un Estado
único y un solo idioma —puesto que el persa no tardó en
convertirse en lengua cultural internacional (fue la lengua
oficial de la India islámica desde el siglo XVI al XIX) que
rivalizaba con el árabe, y otras varias lenguas adquirieron
sucesivamente importancia local (como el suahili en el
Africa central y oriental)—, sino mediante un sistema único
de leyes sagradas (Sharí’a). Estas leyes abarcaban
todos los aspectos de la vida personal, desde la etiqueta,
los rituales y creencias hasta las cláusulas de contratos o
testamentos. Aunque la Sharí’a
no se aplicó por igual, en todos sus puntos, a cada uno de los
pueblos musulmanes, produjo una suficiente uniformidad, en
lo esencial, como para que un musulmán de cualquier país
pudiera gozar de los derechos de la ciudadanía en toda la
extensión del Dar al-Islam, el ámbito o territorio bajo la
égida musulmana.
«En la unidad sustancial
de la sharí’a, tanto unidad de normas concretas como unidad
de espíritu que la informa, está el secreto de esa
"uniformidad musulmana" en que tanto han insistido los
viajeros europeos desde los montes Atlas hasta el Ganges,
preguntándose a menudo con asombro cómo es eso posible, en
vista de la ausencia en el Islam de cualquier autoridad
central docente del tipo del papado católico»
(Alessandro Bausani:
El Islam y su cultura, FCE, México, 1988, pág. 211).
Un letrado del Marruecos
como Ibn Battuta, en viaje para ver el mundo en el siglo
XIV, podía llegar a ser cadí (juez islámico) en las remotas
Islas Maldivas, en el Océano Indico, durante su residencia
allí, con la misma facilidad que si se hallase en su Tánger
natal, a miles de kilómetros de distancia.
Un sabio judío como Benjamín
de Tudela podía viajar de España hasta la India atravesando
todo el Mundo Islámico en el siglo XII, sin necesidad de
pasaporte o salvoconducto y recibiendo la asistencia y
protección de su hermanos monoteístas musulmanes.
Los musulmanes de los países
más alejados unos de otros, chinos, persas, malayos,
egipcios, andalusíes, turcos o nigerianos, durante su
peregrinación anual a La Meca, solían reunirse y podían
compartir sus preocupaciones. La cultura islámica, aunque
variaba de un país a otro, mantenía, con ese intercambio
relativamente fácil, una herencia común en todas formas.
Así, el Taÿ Mahal, con su gracia exquisita, refleja las
tradiciones de la India que difieren considerablemente de
las de al-Andalus o del Africa del Norte; pero, como todo el
mundo lo sabe, ese monumento fue construido por los
musulmanes como cualquier santuario o mezquita de Estambul,
Granada o Isfahán.
El Islam es la vuelta a la
ley natural, a la primitiva fe de los grandes profetas y
patriarcas como Abraham y Noé, que fue abandonada
paulatinamente tanto por los judíos como por los cristianos.
La ley islámica suprime las austeridades y numerosas
prohibiciones y penitencias impuestas por juristas
inescrupulosos y desautorizados y declara su voluntad de
condescender con las necesidades prácticas de la vida:
«Facilita el camino, no lo hagas más áspero», «Dios no pide
a los humanos más que lo que éstos pueden hacer», tales eran
las recomendaciones que habitualmente daba el Santo Profeta
a sus compañeros y seguidores. La tendencia islámica va
hacia el misticismo, pero no hacia el ascetismo. Desautoriza
expresamente las exageraciones de austeridades que debilitan
el cuerpo y anulan los instintos naturales del hombre.
Exhorta al creyente a disfrutar de las cosas buenas que Dios
ha creado, bien entendido que deberá observar la debida
moderación y obedecer los preceptos de la revelación
coránica, que no son numerosos ni muy estrictos.
La ley islámica favorece
todas las actividades prácticas y tiene en gran estima a la
agricultura, al comercio y toda clase de trabajos; censura a
aquellos que viven a costa de los demás, requiere a todos
los hombres y mujeres para que se mantengan con el producto
de su propio esfuerzo y no menosprecia ninguna clase de
labor por la cual los seres humanos puedan independizarse de
sus semejantes.
Los jurisconsultos
musulmanes enseñan que el precepto fundamental de la ley es
la libertad. El orador y político romano Marco Tulio Cicerón
(106-43 a.C.) decía: «Sed esclavos de la ley para ser
libres». La ley islámica añade nuevos conceptos a este
pensamiento. Partiendo de la libertad, como base fundamental
de la ley, los juristas islámicos llegaron a una doble
conclusión:
1. La libertad está limitada
por su propia naturaleza, porque la libertad ilimitada
significaría la propia destrucción , y ese límite es la
norma legal o ley.
2. Ningún límite es
arbitrario, puesto que está determinado por su propia
utilidad, por el bien supremo del individuo o de la
sociedad. La utilidad, que es el fundamento de la ley, tiene
también su límite y su extensión.
La libertad significa poder
disponer de uno mismo. El hombre libre no tiene por superior
más que a Dios, Unico al cual es debida obediencia. De aquí
que no puede usarse la libertad a capricho, e incluso el
espontáneo reconocimiento de esclavitud no está reconocido
por la ley como válido. Con idéntico espíritu, la ley
prohibe y el Islam castiga el suicidio.
Por otra parte, teniendo en
cuenta la utilidad social, la ley islámica es esencialmente
progresiva. Por ser producto del idioma y de la lógica,
constituye una ciencia. No es inmutable ni depende
únicamente de la tradición. Las sociedades son organismos
vivos y sufren incesantes mutaciones durante su existencia.
Y las leyes se modifican y se amplían según los tiempos y
los cambios que se producen.
Siguiendo el precepto del
Sagrado Corán y de la tradición profética, la ley islámica
ignora el jus utendi et abutendi (el derecho absoluto
de propiedad: "de usar y abusar") de la ley romana,
considera una forma de prodigalidad cualquier gasto de
riqueza que no sea verdaderamente preciso y reputa el
consumo inútil como un pecado. En su concepto, la
prodigalidad y el derroche es una clase de enfermedad mental
—como la ambición y la avaricia— que debe atajarse. El Islam
insiste en la moderación para que se haga uso discreto de la
riqueza en consonancia con la ley y con el fin para el cual
Dios ha dado los bienes al género humano.
La ley islámica es igual
para todos y consiste esencialmente en la buena fe. Los
musulmanes han de cumplir sus promesas con todos, sean
musulmanes o no, creyentes o ateos, amigos o enemigos.
«Se honrado con aquellos que tienen confianza en tu
honradez»;
«No traiciones a los que te han traicionado». Estas
tradiciones y otras muchas atribuidas al Santo Profeta, su
Familia y descendencia purificada (BPD), se encuentran
también entre las reglas de la ley musulmana. El Príncipe de
los creyentes y cuarto califa del Islam, Alí Ibn Abi Talib
(P), exhorta a practicar el siguiente postulado: «Da a tu
enemigo tu justicia y tu imparcialidad».
Pluralismo e integración
La cultura que fomentó tales
instituciones, flexibles y eficaces, era merecedora de ella.
La sociedad islámica, en expansión sobre todas las
encrucijadas del mundo, se encontró en la posibilidad de
recoger su inspiración de las civilizaciones que habían
florecido antes de su arribo. No fracasó en su obra. Por el
contrario, se adueñó de las enseñanzas del pasado y las
perfeccionó generalmente. La gloria no le venía al Islam tan
sólo de su gran sencillez y tolerancia como religión en sí
misma sino también de su literatura, principalmente de su
poesía. La creación poética logró en el tiempo del Islam
clásico su mayor florecimiento y variedad. La sutileza
intraducible del verso arábigo y la delicadeza ágil e
ingeniosa de los poetas persas fomentaron la eclosión de las
letras en todos los lugares por donde pasó el Islam.
Los esplendores de sus artes
plásticas fueron aun más accesibles para los profanos. En la
pintura y en la arquitectura islámicas se combinaron las
tradiciones del Irán preislámico -contándose aun las de la
época remota de la antigua Mesopotamia- y las del mundo
grecolatino. Las preciosas miniaturas de Persia y de la
India deben mucho de su gracia a una ulterior influencia
china, mientras la arquitectura mostraba, aquí y allá,
ejemplos de su herencia brahmánica o bizantina. Es en las
obras arquitectónicas en donde destella la originalidad del
arte islámico, en su fuerza y precisión, así como en su
delicada armonía combinada con un orden firmemente
establecido.
«Ante la Mezquita de
Córdoba o la Alhambra de Granada, ante la filosofía de
Averroes, la presociología de Ibn Jaldún, el esplendor
científico y tecnológico de Al-Andalus (por citar sólo
ejemplos que pertenecen también al patrimonio hispánico con
ellos compartido), cualquier árabe actual puede reaccionar
de igual manera y experimentar pareja sensación de
identificación. La memoria colectiva adquiere en este
terreno protagonismo propio, es el vestido que cubre a todos
de igual forma, con idéntica gala»
(Pedro Martínez Montávez: El reto del islam. La larga
crisis del mundo árabe contemporáneo. Ediciones Temas de
Hoy, Madrid, 1997, págs. 124-125).
Las contribuciones a Occidente
Los musulmanes demostraron
ser eruditos ingeniosos y, particularmente, historiadores
infatigables. No obstante, hay que mencionar de modo
principal el florecimiento de sus ciencias naturales. La
ciencia islámica heredó un inmenso volúmen de conocimientos
de los griegos clásicos: filosofía y lógica de Platón y
Aristóteles; matemáticas, astronomía y medicina de Euclides
y Ptolomeo, Hipócrates y Galeno; música de Pitágoras y
Aristoxéno de Tarento; botánica y farmacología de
Dioscórides, y muchos otros más.
A este patrimonio, los
sabios del Islam sumaron gran parte de la herencia
intelectual de los indios, con inclusión del empleo del
cero. Acumularon luego una riqueza múltiple y nueva;
observaciones astronómicas que les ayudaron a preparar el
camino para la aceptación de la teoría de Copérnico,
experimentos de alquimia que ensancharon el reino de la
química, soluciones algebraicas, datos geográficos,
problemas filosóficos, descubrimientos botánicos, técnicas
médicas.
La influencia del Islam en
Occidente fue variada e inmensa. Del Islam la Europa
cristiana recibió alimentos, bebidas, fármacos,
medicamentos, armas, heráldica, temas y gustos artísticos,
artículos y técnicas industriales y comerciales, costumbres
y códigos marítimos y a menudo palabras para estas cosas:
naranja, limón, azúcar, jarabe, sorbete, julepe, elixir,
jarra, azul, arabesco, sofá, muselina, fustán, bazar,
caravana, carmesí, tarifa, aduana, almacén, almirante,
almíbar y mil más.
Durante algunos siglos
Europa sólo conoció el azúcar en estado de jarabe. Fueron
los musulmanes quienes inventaron la técnica para
cristalizarlo.
El juego del ajedrez llegó a
Europa procedente de la India (donde ya se jugaba hacia el
siglo VI d.C) por la vía del Islam, tomando palabras persas
en el camino; jaque mate viene del persa shah mat,
«el rey ha muerto».
Algunos de los instrumentos
musicales llevan en su nombre la prueba de su origen árabe:
laúd, rabel, guitarra, tambor, adufe. La poesía y música de
los trovadores pasó de al-Andalus al sur de Francia y de la
Sicilia musulmana a Italia.
Las descripciones islámicas
de viajes al cielo y al infierno contribuyeron a la
formación de la Divina Comedia (cfr. Giorgio Levi Della
Vida: Nuova luce sulle fonti islamiche de la"Divina
Commmedia", al-Andalus, 14 (1949); Maxime Rodinson:
Dante et l’Islam d’après des travaux récents, en Revue
de l’histoire des Religions, octubre-diciembre 1951; E.
Ceruli: Dante e l’Islam, Academia Nazionale dei
Lincei, 12 (1957); Miguel Asín Palacios: La escatología
musulmana en la Divina Comedia. Historia y crítica de una
polémica, Hiperión, Madrid, 1984).
La bóveda con nervios es más
antigua en el Islam que en Europa, aunque no podemos señalar
la ruta por la que llegó al arte gótico. La aguja y el
campanario cristianos le deben mucho al alminar o minarete,
y la tracería de la ventana gótica fue inspirada por los
arcos apuntillados de la Giralda de Sevilla.
Un arquitecto de la
jerarquía del británico Christopher Wren (1632-1723) utilizó
parámetros islámicos en sus múltiples construcciones,
incluso en su obra maestra, la Catedral de San Pablo en
Londres (cfr. Sir Thomas Arnold y Alfred Guillaume: El
Legado del Islam, Ediciones Pegaso, Madrid, 1944, pág.
229).
El rejuvenecimiento del arte
cerámico en Italia y Francia ha sido atribuído a la
importación de alfareros musulmanes en el siglo XII y a las
visitas de alfareros italianos a la España musulmana.
Metalarios y vidrieros venecianos, encuadernadores
italianos, armeros españoles, aprendieron sus técnicas de
artesanos musulmanes; y casi en todas partes de Europa los
tejedores esperaban obtener del Islam modelos y dibujos. Los
venecianos descubrieron los secretos de la fabricación del
vidrio en el mundo musulmán y los llevaron a la práctica en
sus talleres de la isla de Murano. Así, Venecia mantuvo
durante siglos un verdadero monopolio del vidrio de lujo.
Las influencias del Islam
hacia Occidente son innumerables: un millar de traducciones
del árabe al latín; visitas de eruditos cristianos a
al-Andalus, como los ingleses Alfredo de Sareshel, Adelardo
de Bath (en 1130, luego de su regreso, tradujo en Inglaterra
obras musulmanas), Roberto de Chester (vivió en España entre
1135 y 1180); los italianos Gerardo de Cremona (1114-1187),
Platón Tiburtino de Tívoli (vivió en España entre 1134-1145)
o Eugenio de Palermo (1130-1202); y otros cuyo nombre
denuncia su procedencia, Miguel Escoto (1175-1236), Hermann
von Kärnten, llamado «de Carintia» y «el Dálmata», o el
arzobispo flamenco Wilhelm von Moerbeke (1215-1286); y el
envío de jóvenes cristianos por sus padres españoles o
italianos a las Cortes musulmanas para que recibieran
educación caballeresca.
Cada avance de los
cristianos en España dejaba entrar una ola de literatura,
ciencia, filosofía y arte islámicos en la Cristiandad. Así
la captura de Toledo en 1085 hizo adelantar inmensamente los
conocimientos de los cristianos en astronomía y mantuvo viva
la doctrina de la esfericidad de la tierra (cfr. Olga Pérez
Monzón y Enrique Rodríguez-Picavea, Toledo y las tres
culturas, Akal, Madrid, 1995; Louis Cardaillac:
Tolède XIIº-XIIIº. Musulmans, chrétiens et juifs: le savoir
et la tolérance, Autrement, París, 1996.).
Con todo lo dicho queremos
enfatizar principalmente a través de este trabajo, que el
criterio amplio y pluralista y la personalidad talentosa e
idónea de los polígrafos de la Edad de Oro del Islam puede
ser un muy buen parámetro para aquellos musulmanes que
tropiezan con el reto que significa para ellos la modernidad
occidental y para los que en el Occidente tienen todavía que
encontrar el fundamento de la armonía entre los valores
científicos y espirituales.
¿Choque de
civilizaciones o diálogo entre Oriente y Occidente?
El convencimiento de que
todo lo occidental es también universal permanece
encastillado en muchas mentes. Los occidentales tienden con
excesiva frecuencia a contemplarse como los portadores de la
universalidad y superioridad de una civilización que
consideran única, y esta absurda visión de norteamericanos y
europeos constituye una amenaza constante para todos los
seres humanos, pues desde tal perpectiva son considerados
irrelevantes y erróneas las tradiciones culturales y
sociales de otros pueblos.
Dice el sinólogo inglés
Joseph Needham (Londres, 1900): «Muchas gentes de Europa
occidental y América europea sufren lo que podríamos llamar
orgullo espiritual. Están firmemente convencidas de que su
propia forma de civilización es la única universal.
Profundamente ignorantes de las concepciones y tradiciones
intelectuales y sociales de otros pueblos, consideran muy
natural imponerles sus ideas y costumbres, tanto sobre la
ley como sobre la sociedad democrática o las instituciones
políticas. Sin embargo, propagan una cultura un tanto
contradictoria, puesto que Europa no ha logrado nunca
reconciliar lo material y lo espiritual, lo racional y lo
romántico. Y su modo de vida tiende a corroer y destruir las
peculiaridades de las culturas vecinas, algunas de las
cuales pueden encarnar valores más sanos... La civilización
cristiana demuestra hoy tan poca humildad cristiana como en
tiempos de las Cruzadas, cuando la civilización del Islam
era, sin embargo, superior en su conjunto a la de Europa...
Europa se vanagloria de los viajes de exploración de Colón y
otros navegantes. Europa no se preocupa tanto de investigar
las invenciones que los posibilitaron; la brújula y el
codaste de China, los mástiles múltiples de India e
Indonesia, la vela latina de mesana de los marineros del
Islam» (Joseph Needham: Dentro de los cuatro mares.
Diálogo entre oriente y Occidente, Siglo XXI, Madrid,
1975).
En los umbrales del siglo
XXI, personajes como el profesor de Harvard Samuel P.
Huntington, defensor a ultranza del «Nuevo Orden Mundial»
como Alvin Toffler ("La tercera ola") y Francis Fukuyama
("El fin de la historia"), proclaman a los cuatro vientos «la
guerra que se viene» y advierten a los «desprevenidos» sobre
«el peligro fundamentalista musulmán» (cfr. S.P. Huntington:
El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden
mundial, Paidós, Buenos Aires, 1997) con un estilo que
hace recordar al de Urbano II (1042-1099), cuando este
pontífice franco en el concilio de Clermont (1095) arengaba
así a los futuros cruzados: «Emprended el camino a
Jerusalem y arrebatad esa tierra a la raza perversa y
estableced allí vuestro dominio» (cfr. F. Ogg: Source
of Medieval History, Nueva York, 1907, págs. 282-288).
Véase el estudio de Jean Delumeau sobre la satanización de
«la amenaza musulmana»: El miedo de Occidente,
Madrid, 1989.
En las antípodas de este
pensamiento, el flamante presidente de la República Islámica
del Irán, Seied Muhammad Jatamí, dijo: «Las
puertas deben estar abiertas al diálogo entre civilizaciones
y culturas» ("Mensaje al pueblo norteamericano",
entrevista de la CNN, 7/1/98).
La reflexión de Toynbee
Los más eminentes pensadores
de Occidente que han investigado el Islam y se han
familiarizado con su civilización y cultura nunca han optado
por la vía de la descalificación, sino todo lo contrario. Un
historiador de la talla del británico Arnold Toynbee
(1889-1975) emite el siguiente juicio: «Ser prisionero de
la época y del medio es parte de las limitaciones humanas.
El ser humano tiene raíces como los árboles, y aunque éstas
sean de tipo intelectual o emocional, lo traban. De
cualquier modo, la naturaleza humana se rebela contra sus
límites e intenta sobrepasarlos... El oficio del historiador
es el de moverse libremente en el tiempo y en el espacio.
¡Cómo nos aburrimos con nuestra propia civilización!... Una
mirada al compendio de Historia Moderna y Medieval de Oxford
bastaba para hastiarme. Pero la historia del Islam, la del
Budismo, me abría mundos fascinantes. La civilización
occidental contemporánea me aburre, no porque sea occidental
sino porque es la mía y soy historiador... el Occidente
contemporáneo me hastía inevitablemente. Me aprisiona entre
sus engranajes. Me impide regresar al tiempo anterior a la
máquina e instalarme en Rusia, en Dar-el-Islam, en el mundo
hindú, en Asia Oriental. Mi ineluctable occidentalismo me
impide aclimatarme culturalmente en cualquier otra
civilización contemporánea... De todos modos, tengo una
razón más trascendente que cualquiera de las mencionadas
hasta aquí para detestar a Occidente. Ha producido a Hitler,
Mussolini y McCarthy. Estas monstruosidades occidentales
hacen que me sienta amenazado en tanto occidental... Además
de los crímenes del Occidente contemporáneo, hay otras
manchas en la vida occidental que me repugnan... Occidente
no tiene piedad por los ancianos. Es, según creo, la primera
civilización en la cual los ancianos no han tenido
automáticamente un lugar en la casa de sus hijos adultos.
Mirando esta insensibilidad occidental con ojos
desoccidentalizados la encuentro profundamente ofensiva.
Repruebo también la publicidad occidental. Ha convertido en
un arte la explotación de la tontería humana. Gracias a ella
estómagos saciados embuchan bienes materiales que no
necesitan mientras dos terceras partes de la humanidad
carecen de los elementos imprescindibles para vivir. Es un
aspecto horrible de la sociedad de la abundacia; y si se me
dice que este es el precio de la abundancia contesto que es
un precio demasiado alto» (Arnold Toynbee: Me duele
Occidente —extraído de The Edge of Awareness—, Nuevo
Planeta, Sudamericana, Buenos Aires, Septiembre/Octubre,
1970, págs. 33-37).
Como hemos visto, a lo largo
de cada una de las entradas del presente trabajo, el Islam,
desde un primer momento, fue un agente universalizante,
historizante y mediador entre todas las civilizaciones,
culturas, religiones y pueblos, sumando y no restando,
integrando a todos sin segregar o discriminar a ninguno.
Pero, «...un buen día
Occidente se despegó del pelotón de sus homólogos para
echarse a correr, agotándose y agotando a sus compañeros.
Pero, en esta carrera tan poco deportiva, la insólita regla
del juego permite al que se escapa asfixiar a su adversario,
que los rezagados sean aplastados. El retraso de los otros
es el contrasentido de la loca carrera de un Occidente que
ha elegido el ritmo, el terreno, el objetivo... El
sufrimiento interior de Occidente proviene de que su
modernidad ha devorado a su cultura... En Occidente, en un
mundo de donde Dios fue expulsado, el conflicto entre
cultura y modernidad ha alienado al hombre. Japón, que
durante mucho tiempo intentó preservar la parte más íntima
de su ser, asiste hoy al espectáculo de su cultura saqueada.
Hoy se habla más que nunca de confrontación de
civilizaciones: en realidad las civilizaciones sólo se
enfrentan cuando coexisten, en una sociedad dada, grupos
raciales heterogéneos. En el plano de la violencia
histórica, sólo se enfrentan los poderes y por el poder: la
destructiva historia de una Europa unida por la civilización
esta ahí para demostrarlo. La dialéctica del poder seguirá
existiendo, en cualquier parte, disfrazada o a cara
descubierta. No obstante, en la esfera en que nos movemos,
lo que se desprende no es la confrontación de las
civilizaciones entre sí sino la de cada una de ellas con la
modernidad. Y si hay una solidaridad en la que se pueda
fundamentar una ambición verdaderamente universal, esa es la
de las culturas, comprendida la de Occidente, contra aquello
que las niega a todas: una modernidad no controlada. En este
contexto, el islam podrá renovar su mensaje sublime»
(Hichem Djaït: Europa y el Islam, Libertarias/al-Quibla,
Madrid, 1990, págs. 241 a 243).
La tarea pendiente
Una cantidad incalculable de
verdaderos tesoros de la civilización islámica aguardan ser
descubiertos. Sólo en Estambul hay más de ochenta
bibliotecas-mezquitas que contienen decenas de millares de
manuscritos. En El Cairo, Damasco, Mosul y Bagdad, así como
en Irán, la India y Pakistán, se encuentran otras
colecciones. Muy pocas han llegado a catalogarse, pero
muchas menos han sido estudiadas o publicadas. Incluso el
catálogo de manuscritos árabes de la Biblioteca de El
Escorial, que contiene gran parte de la ciencia islámica de
Occidente, no se halla todavía completo, a pesar de los años
transcurridos y la gran cantidad y calidad de los
islamólogos españoles.
Esta humilde relación de
portentos de la civilización del Islam nos muestra de alguna
manera la gran tarea pendiente: intentar dar una noción
general de la obra artística, científica y filosófica del
Islam tanto al neófito como al intelectual, que erradique
prejuicios y fantasías y nos acerque a todos a la verdad
histórica y objetiva de una cultura que es patrimonio de
toda la humanidad.
Los que desconocían la
temática se sorprenderán de la longitud de estos comentarios
sobre la Civilización del Islam, y el erudito o el académico
se lamentará de su brevedad y carencias. Sólo nos resta
evocar las palabras del poeta arabo-persa Abu Nuwás
(762-810):
«Di a quien pretenda una ciencia enciclopédica:Sabes algo, pero muchas cosas se te escapan».
Nos refugiamos en Dios
Todopoderoso, Unico y Graciabilísimo, Fuente de toda
Sabiduría, Verdad y Justicia. Alabado sea el Señor de los
Universos. No hay poder ni fuerza excepto la de Dios, el
Altísimo, el Majestuoso.
Fuente: www.organizacionislam.org.ar
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